Una película que no pasa: Perfume me agarró en 2008, solo en casa, estudiando cine y siendo papá. No la viví como un thriller, sino como una pregunta que se queda en el aire: ¿qué buscamos cuando creemos que buscamos belleza? Esta reseña es mi memoria de aquel impacto: luz, texturas, obsesión y una época en la que yo también intentaba destilar una esencia propia.
Acá te cuento qué escenas no pude olvidar, por qué el final me dejó una angustia honesta y cómo esa búsqueda desesperada de una “esencia perfecta” dialogó con mis decisiones personales. Sin técnica vacía: una lectura íntima, desde Montevideo, con la vida real de fondo.
Vi “Perfume” en 2008 y me cambió el aire de la habitación
La primera vez que vi Perfume: Historia de un asesino fue alrededor de 2008. Tenía unos treinta y tantos —nací en 1975—, mi hija había llegado en 2002 y yo ya era papá. La vi solo, en casa. No fue una proyección cualquiera: estudiaba cine en Montevideo y convivía con mi novia en un apartamento lindo sobre la calle Blandengues, en el barrio Goes. En ese momento trabajaba produciendo videos para eventos —sobre todo para XV— y hasta hacía cortometrajes para las quinceañeras, firmando a nombre de otra empresa que se quedaba con el crédito. Era una época rara: mucho impulso, poca recompensa emocional y económica. Y justo ahí apareció Perfume, con su manera de respirar distinto, de alterar el aire sin necesidad de perfume real.
Contexto: preocupaciones, afectos y la sospecha de un mensaje
Yo vivía preocupado por el futuro, y también por algunos vínculos que me pedían más de lo que podían darme. La película me agarró en ese punto exacto: un hombre obsesionado con destilar la esencia perfecta, la que ninguna persona viva podía entregarle. Lo que más me impactó al instante fue la fotografía y la iluminación, esa textura casi palpable; después, la historia, y sobre todo la sensación de que había un mensaje escondido, denso, que no se agotaba con una primera mirada. Supe desde el primer visionado que no era una película pasajera. No la entendí del todo en el momento, pero sí entendí que había algo ahí que yo estaba viviendo con otro nombre.
Tres escenas que se me quedaron en la piel
Pasaron diecisiete años y todavía puedo narrarlas sin esfuerzo. Una, el comienzo, con el protagonista naciendo entre ratas: la vida como accidente, como resto y como olor. Otra, las escenas de laboratorio, el ritual de la fórmula perfecta, el método que a la vez es cura y condena; ese espacio no era solo laboratorio, era confesionario. La tercera, el final, cuando ofrece su humanidad al mundo y el mundo lo devora. Ese remate sigue siendo para mí un espejo: si reducís todo a perfume, te borrás a vos mismo; si buscás una esencia absoluta, te convertís en ausencia.
El final: angustia y reconocimiento
La palabra que me queda clavada es angustia. Toda una vida buscando una esencia porque la propia no existía. En ese camino, el protagonista asesina a muchas mujeres: yo no podía evitar leerlo como una traducción brutal —y por eso tan eficaz— de algunas relaciones. Esa búsqueda de completud en otra persona, ese intentarlo una y otra vez, esperando encontrar “la que cierre todo”, “la que por fin tenga la esencia perfecta”. Yo había terminado hacía años con la madre de mi hija; y aunque convivía con una pareja y había felicidad en partes, la idea de familia que yo deseaba no se completaba. Ver al protagonista tan obsesivo me resultó, en el peor sentido, familiar. “Interpretar esta película con lo que yo mismo estaba viviendo en ese momento me causó una gran angustia, creo que la peli tiene un mensaje enorme para todos/as, es una de las mejores pelis que vi en mi vida”.
El sonido del silencio (y una música que acompaña)
Curiosamente, hoy no puedo tararear un leitmotiv de Perfume; sin embargo, recuerdo que la música encajaba. En mi memoria funciona como un sistema circulatorio: invisible a simple vista, pero sosteniendo el cuerpo. Acompaña el hilo de la historia sin robarle foco a los olores imaginados. Hay momentos en que el sonido del líquido, del vidrio, del fuego, del cuchillo, tienen un peso casi musical: ruidos de cocina alquímica que componen una partitura íntima. Quizás por eso me quedó más la sensación acústica que una melodía identificable. La música no quería ser perfume, quería ser aire.
Fotografía y época: la luz que explica sin explicar
A veces digo que Perfume es, antes que nada, una película táctil. Esa paleta terrosa, la iluminación que parece venir de una ventana que no vemos, las sombras que no dramatizan de más pero que te hacen sentir el peso del siglo. No se trata solo de recrear la época: se trata de crear una atmósfera moral. La luz es moral porque interpela. Hay planos que huelen: la piel, la madera, el cuero, el sudor de la multitud. Si el cine es imagen en movimiento, acá la imagen se mueve por debajo de la piel. Uno puede debatir decisiones de puesta, pero cuesta discutir el efecto sensorial que producen. Yo la vi en casa, solo, y sin embargo sentí como si hubiera muchas presencias: la de la cámara, la del olor, la mía, la de mis dudas.
Obsesión, soledad, belleza: el triángulo que corta
Esta película no me fue amable a esa edad. Me atravesó sin pedir permiso. La obsesión que devora, la soledad que disfraza sus carencias de exigencia estética, la belleza como objetivo que no abraza: todo eso me habló en un idioma que yo entendía demasiado bien. Hay personajes que no saben que su búsqueda es, ante todo, un mecanismo de defensa. Encerrar el mundo en una botella perfecta es, secretamente, una manera de evitar el mundo. La historia del protagonista es también la historia de alguien que no aprende a estar con otros y decide que el otro es un insumo, no un encuentro. Y ese, quizá, es el horror más grande.
Lo que me pasó a mí: decisiones y consecuencias
Mirando hacia atrás, diría que Perfume fue una advertencia. No sé si cambió un hábito concreto —sería mentirme—, pero sí instaló una alerta que con el tiempo reconocí como valiosa. En esa época terminé dos dependencias: la laboral con esa empresa que firmaba mis trabajos y la afectiva con mi pareja de entonces. Ambos vínculos, a su manera, exprimían mi energía. La película no “me hizo” dejar a nadie; me dio un marco para pensar. Después vinieron otras parejas, como perfumes: todas me dejaron algo hermoso —un recuerdo, un matiz, un modo de nombrar una emoción—, pero ya no busqué la esencia única. Entendí, lentamente, que la completud no se terceriza.
El laboratorio: método, fe, condena
Siempre me fascinaron las escenas de laboratorio. Hay algo en esa repetición, en ese ensayo y error, que se parece al montaje y al rodaje. El protagonista experimenta como quien edita: separa, combina, descarta, guarda. El problema no es el método, es el fin que persigue. Cuando la química quiere reemplazar a la vida, quema lo vivo para conseguir la fórmula. En mi oficio (y en mi modo de ser) hay una tentación de perfeccionismo que puede volverse tirana. Perfume me recordó que la perfección es un buen camino, y un pésimo destino. Vuelve al resultado un absoluto, y a todos los demás, objetos.
El olor que no existe (y por eso nos persigue)
En el centro de la película hay una pregunta: ¿puede un olor inventado corregir la ausencia de una identidad? La respuesta es brutal: el perfume perfecto no salva al personaje; lo disuelve. Ese final —esa entrega de sí que deviene banquete— me dejó con un nudo concreto. Cuando haces de tu deseo una religión, te convertís en recurso de los demás. Yo salí de la película con la sensación de que la búsqueda estética sin relación humana, sin conversación, sin límite, te hace invisible a vos mismo. Y lo invisible, tarde o temprano, se vuelve alimento de otro.
La vida mientras tanto: estudiar, criar, filmar
Recuerdo nítidamente que, cuando terminó la película, volví a mis cuadernos de estudio de cine. Escribí pocas palabras: “olor, textura, culpa”. También pensé en mi hija —siete u ocho años entonces— y en esa manera que tienen los chicos de identificar la verdad sin discurso: “papá, ¿te gusta ese trabajo?”. La respuesta no era no, pero tampoco era del todo sí. La película no resolvió ese dilema, pero lo puso bajo una luz imposible de ignorar. Yo seguí filmando, seguí editando, y me prometí algo que todavía sostengo: que el trabajo, incluso en las noches largas, no me haga olvidar para quiénes lo hago.
Volver a verla (o volver a mí)
Si volviera a ver Perfume hoy, probablemente la miraría con otra calma. Vería mejor los bordes, las costuras, el modo en que la puesta de cámara decide cuándo me deja acercarme y cuándo me empuja. Pero no estoy seguro de querer verla tantas veces: hay películas que conviene mantener en esa repisa donde siguen emanando algo, aunque ya no sepamos si es memoria o ilusión. En mí, Perfume funciona así: una campana de olor que anuncia y advierte a la vez. No necesito repasar cada escena para recordar lo importante: que el anhelo, sin límites, se parece demasiado a la falta.
Lo que me quedó (y lo que quiero decir ahora)
He aprendido a agradecer las películas que incomodan. Hay un tipo de incomodidad que no hiere: despierta. Perfume me dio eso en 2008, solo en casa, con Montevideo afuera, mientras estudiaba y acomodaba mis piezas. No me cambió de un día para el otro, pero me dejó mirando con más cuidado: a mi trabajo, a mis amores, a mi manera de buscar. Hoy puedo formularlo mejor: la esencia que vale la pena no se extrae; se comparte.
Epílogo: una botella abierta
No sé cuál es la mejor frase para cerrar, pero sé cuál quiero dejar escrita: “Interpretar esta película con lo que yo mismo estaba viviendo en ese momento me causó una gran angustia, creo que la peli tiene un mensaje enorme para todos/as, es una de las mejores pelis que vi en mi vida”. Quizás por eso, cuando huelo algo que no puedo nombrar —leña, cuero, lluvia, piel— me acuerdo de Perfume. No por el crimen ni por la pirotecnia final, sino por la pregunta que me sigue haciendo: ¿de qué estoy hecho, cuando no hay nadie más en la habitación?
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